PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE RELATOS DE ALONSO
ARISTIZABAL EL MAR DE UN SIGLO
ALONSO
ARISTIZABAL. EL MAR DE UN SIGLO. Santiago
de Cali.
Universidad del Valle. 2012. 71 p.
Ricardo Bonilla Molina
Mg Literatura
Docente Universidad Central.
Universidad Javeriana
El maestro
Guillermo Hoyos Vásquez en su conferencia: El ethos de la universidad
reflexiona sobre nuestra misión. Cita el Artículo 30 de la ley 30 de 1992.
"Es propio de las instituciones de Educación Superior la búsqueda de
la verdad". Para desarrollar su argumentación la define
“como algo en íntima relación con lo razonable, lo correcto, lo acertado
en situaciones concretas y en una sociedad determinada en el más tradicional
significado de lo ético”. Así, entonces aprender
a abrazar la verdad implicaría desarrollar una particular habilidad para
mirar, para decidir qué es lo
acertado en situaciones concretas, y actuar. Una semiótica de bolsillo. En suma, una habilidad para leer diferente. Cómo leer y porqué. Se
pregunta Harold Bloom. “No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una
razón primordial por la cual debemos leer. A la información tenemos acceso
ilimitado; ¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado se topará
con un profesor particular que lo ayude; pero al cabo está solo y debe seguir
adelante sin más mediaciones. (...) La lectura imaginativa es encuentro
con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es
imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede
menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión
imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional (...) leemos
para fortalecer el sí -mismo (el self) y averiguar cuáles son sus intereses
auténticos.
Recién asistimos a
las lecciones del maestro Coetzee, en particular en aquella sobre la censura de
la palabra consigue con su aguda mirada, develarnos la fragilidad de las bases
morales de las sociedades y las enjutas éticas de sus individuos. Sentencia que
cuanto más cambian las cosas más permanecen igual. Todas sus ficciones
lo develan, para sus narradores, nada es obvio por principio, y al hábil, alto y robusto lector sumergen
en la duda. En la incertidumbre.
Pues, si como humanidad en el Apartheid impúdicos aparatos estatales nos
avergüenzan de un reciente pasado; hoy exponemos sutiles prótesis de
autocensura, siervos de la parafernalia digital, como nunca jactanciosos del
ingenio, de la inteligencia, de la certeza, de la razón. Pero también hoy
sentencia Edgar Morín: “El hombre
es ese animal loco cuya locura ha inventado la razón” Pero también hoy conjura:
“Es necesario aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de
archipiélagos de certezas”. Es precisamente el filósofo francés quien
propone siete saberes necesarios para la educación del futuro. Enfrentar
las incertidumbres; Enseñar la condición humana; y Enseñar la ética del género
humano. Estos tres se me ocurren pertinentes para subrayar la mirada necesaria
e inteligente de la literatura sobre nuestras realidades. Como pertinente me
parece situar el arte como vía heurística, ruta, camino. Interpretación crítica
en un horizonte más amplio de significados de lectura de la realidad en la experiencia cotidiana, en los textos
y en la interacción. La literatura viene a remover certezas, es aventura
líquida, diría Bauman. Para Gabriela Mistral el libro es una aventura mental;
un asno de Sancho; a la maestra chilena le parece un barco de Simbad.
Nosotros, lectores
navegantes de brumosas incertidumbres bordeamos mares buscando tierra firme, puertos firmes, certezas
transitorias, pactos con el azar. Pero ¿qué época no ha sido tempestuosa, qué
mal recuerdo no lo es? parece preguntarse Alonso Aristizábal, escritor caldense
quien encontrara puerto en Bogotá, ejerciendo la cátedra en diversas
facultades y escribiendo en medios, islas que le han granjeado amistades, sus
amigos, los mismos que han sugerido la antología de relatos que tomaron un solo
cuerpo y hoy se lanza como libro El
mar de un siglo. Que
por ser una obra desafiante al nuevo lector, al que anhelamos, es cara al ethos
de la universidad. Porque entonces aprender
a abrazar la verdad, nos supone astutos galeotes en la adversidad,
elogiar con Zuleta la dificultad sabiendo que no hay islas afortunadas, ni
océanos de mermelada sagrada, ni países de cucaña, que sólo las Ítacas, los
lestrigones, justifican enfrentar el horizonte y mirar sin temor a los ojos de las medusas. Un lector que, ya
puesto a prueba el músculo de su trabajo, con los sesos secos y lleno de la
experiencia tras un viaje del que se vuelve transformado pueda maravillarse con
la certeza que no hay una única respuesta para sus preguntas.
Por
esto es la que más hace enfurecer a Ignacio que debería estar ahora encerrado
en su cuarto leyendo como una forma de escapar a sus palabras. De él le molesta
que compre tantos libros que ya no le caben en su cuarto y pronto van a inundar
el corredor y el vestíbulo, para qué leer tanto, el que aprende mucho desafía a
dios, y nadie puede saber tanto como Dios. Él callaba, no quería decirle nada
porque más de una vez le había repetido que no discutía con animales. (25)
Aquí, el mirar, el
leer es aupado, de tal suerte que la Palabra pugna con Dios. Afirma la muerte
de lo divino como signo secular de la crisis de la Modernidad. Reflexiona
sobre el acto de leer. Pero desde el texto atravesado y animado por la ‘irrefrenable
contestabilidad’ del lector. De cómo el
significante vive sólo cuando es leído. Como aventura, como viaje deviene
entonces prudente distancia de la lectura y escritura como pilares
tradicionales de la sociedad del conocimiento, la certeza y la información.
Quien lee ya está escribiendo. ¿Tiene el autor de ficciones la libertad de
elegir un lenguaje o la palabra lo elige? Leer, escribir, como arte y oficio: la literatura instaura otro
escenario interpretativo de actos vitales en el que suceden cosas. La palabra
contenedora de mundos azuza nuestra laboriosa curiosidad. Enfrentar las incertidumbres. Se
anidan, amalgaman y bullen los significados. Las futuras palabras que brotarán
del trabajo tenaz, empecinado, apasionado, simultáneo al acto demiurgo del
creador. El autor. Nietzsche (1962), precisamente uno de los
autores literarios más representativos de la lengua alemana, quien acuñó maneras de expresión de la
tradición teutona para enfrentar la ceguera de su tiempo dice sobre la creación:
(…)“todo
acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de
sentimiento de libertad, … La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo
más digno de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que
es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más
sencilla. Parece en realidad, para recordar una frase de Zaratustra, como si
las cosas mismas se acercasen y ofreciesen para símbolo (“Aquí todas las cosas
acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu
espalda. Sobre todos los símbolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades” (107-108)
Pero aquí me llama
poderosamente la atención la alusión a la espalda del escritor. Al
trabajo que soporta la creación. Leer, escribir, como artes y como oficios
soportan la obra de nuestro autor y colega docente. Cada quien sopesará y
apreciará en su justa medida estas breves historias. Alonso Aristizábal tiene
ya una obra de cuatro décadas. Robusta. Porque escribir cuesta trabajo. Ya
forjado el músculo por trajinar con los nudos de los signos, los sinuosos
meandros de la palabra. ¿Asistimos tal vez a la respuesta de las
preguntas de Gabo en 1962 ¿Estamos en camino de una sensibilidad y manera de
expresión nuevas? ¿El mundo está pendiente de nuestra literatura? somos
ahora honestos, estamos en camino. Atrás quedaron los timadores? ¿Hay
condiciones para un escritor profesional? en La literatura colombiana: un
fraude a la nación reiteraba el nobel a propósito de la salud y el vigor de
nuestra literatura.
Alonso Aristizábal
ha metaforizado símbolos, hecho un lenguaje, ha impregnado a su discurso un
matiz propio. Un domeñar el símbolo que cabalga. Signos forjados,
dúctiles, maleables como el agua.
Llueven palabras como aguaceros, se hacen agua, pululan como los temas que no
son pocos: el robo, la soledad, la memoria, el olvido, el amor, la
desesperanza, la vida, el tiempo. El tiempo es el mar incesante, a veces
apacible, las más, indomable. El mar es huracán del siglo que se acaba. El mar
es agonía. Vida que agoniza. Comprensible y magistral resonancia del escritor
español Jorge Manrique Nuestras vidas son
los ríos que van a parar al mar, que es el morir, pero para Aristizábal también navegamos por
un vasto y ambiguo mar como memoria
necesaria contra el olvido de nuestras las tragedias ó bravo océano también
necesaria amnesia que se devora los recuerdos: allí donde
desembocan las penas. En ese sentido aparece la pregunta por el trasfondo de la
vida pero también por lo inconsciente olvidado. O mejor, lo oculto cada vez
renovado en las actuaciones exigidas pero enmascarado en la cotidianidad.
Sí tradicionalmente
la literatura colombiana hablaba de la gran violencia de la historia en los
extensos territorios, ahora son otras las posturas. En Alonso Aristizabal
aparece la violencia familiar, de la cotidianidad, del barrio-ciudad. El
microcosmos en un lenguaje pocas veces registrado de la agresión y la
violencia. Microdiscursos. Otra manera de acceder al desplazamiento y la saga errante de
colombianos, parias errantes en nuestra propia tierra. Su lienzo, la
cotidianidad. Voces en contrapunto. El
lenguaje de uso habitual hecho juego literario. Así, ha creado sus propias
expresiones y versiones de lo humanos que somos. Flexibilidad, belleza y fuerza
de expresión. Con humor desparpajado, de barrio, de pueblo, pinta al óleo con
nuestros colores nuestra propia risa: mueca vuelta múltiples signos. El agua de
su mar refracta dramáticamente nuestro máximo gesto ante la adversidad.
En
Un cuento de navidad, Scrooge, el sonámbulo
personaje de Dickens, va y vuelve del sueño de la muerte; El fantasma de Canterville se divierte, juega, es tierno, pero aquí
en los relatos de El mar de un siglo hay
una versión particular de la muerte. Los personajes están en un limbo, ancianos,
fantasmas o ángeles padecen la espera de un siglo que se hace larguísimo;
padecen una condena en Colombia en el
barrio. Aquí el signo no existe a ultranza. El
sentido aquí es otro, humor e imaginación se mezclan, muestra una
realidad oculta y amarga que subyace a la idea morbosa de la muerte o de una
vida en el más allá. Aristizabal hace su propia versión sofocante del infierno. Pueblo chico, infierno grande. Su literatura
es la del pueblo y sus decires, la del barrio que es un pueblo en la ciudad, tatuada
por los ritos de la gente, evidencia de sus paliativos mitos. Lo insoportable que nos resulta la vida, leería
Kundera. Cómo la asumimos vertiendo sobre ella cada vez nuevos sentidos. Agónicos
pactos que exige la ávida disposición de nuestros anhelos, como sucede en el
relato Ciertas miserias de la raza humana donde un edificio de
alquiler sirve de trasfondo para toda suerte de ignominias soterradas en el
ambiente familiar, aquí se exploran límites, detona en la imposibilidad de la
convivencia una ética non sancta del
género humano, mórbida moralidad que se
pega a todo nuestros actos y corroe el sentido común. En El canario de la casa de la
esquina, el relato que cierra la serie, la oquedad del gesto y la palabra
abren abismos entre los personajes que se aman. Una pareja padece su amor
constreñida por la tradición que los signa.
El gesto dice a pesar nuestro.
La palabra,
figurada y vertida en la metáfora nos define.
Alonso Aristizábal expone al sensible lector la frágil condición humana.
Al leer se actualiza lo experiencial. Desde
allí leemos. Sentir y percibir desde la experiencia, volver sobre ella: indagar
sobre lo que nos pasa al leer, dejarnos abordar, alcanzar. La literatura como
ese indagar por la formación y transformación de lo que somos. Como esa
pregunta pendular por la vida, como en el Renacimiento donde los vivos
despiertan a los muertos, los resucitan, se empinaron sobre hombros de gigantes
para llegar más alto. (...) En las montañas el
camino más corto es el que va de cumbre a cumbre: mas para ello requieres
piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se
habla, hombres altos y robustos.
( … ) Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias,
de las del teatro y de las de la vida. He aprendido a andar, desde
entonces me dedico a correr. He aprendido a volar, desde entonces no
quiero ser empujado para moverme de un sitio. (... ) Ahora soy ligero,
ahora vuelo, ahora me veo a mi mismo por debajo de mí, ahora un dios baila por
medio de mí. (75) Dirá Zaratustra.
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