martes, 7 de mayo de 2013


Sin remitente


EL MAR DE UN SIGLO



PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE RELATOS DE ALONSO ARISTIZABAL EL MAR DE UN SIGLO

ALONSO ARISTIZABAL. EL MAR DE UN SIGLO. Santiago de  Cali.  Universidad del Valle. 2012. 71 p.

Ricardo Bonilla Molina
Mg Literatura
Docente Universidad Central. Universidad Javeriana

El maestro Guillermo Hoyos Vásquez en su conferencia: El ethos de la universidad reflexiona sobre nuestra misión. Cita el Artículo 30 de la ley 30 de 1992.  "Es propio de las instituciones de Educación Superior la búsqueda de la verdad".  Para desarrollar su argumentación la define  “como algo en íntima relación con lo razonable, lo correcto, lo acertado en situaciones concretas y en una sociedad determinada en el más tradicional significado de lo ético”. Así, entonces aprender a abrazar la verdad implicaría desarrollar una particular habilidad para mirar, para decidir qué es lo acertado en situaciones concretas, y actuar. Una semiótica de bolsillo. En suma, una habilidad para leer diferente.  Cómo leer y porqué. Se pregunta Harold Bloom. “No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial por la cual debemos leer. A la información tenemos acceso ilimitado; ¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado se topará con un profesor particular que lo ayude; pero al cabo está solo y debe seguir adelante sin más mediaciones. (...)  La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional (...) leemos para fortalecer el sí -mismo (el self) y averiguar cuáles son sus intereses auténticos.

Recién asistimos a las lecciones del maestro Coetzee, en particular en aquella sobre la censura de la palabra consigue con su aguda mirada, develarnos la fragilidad de las bases morales de las sociedades y las enjutas éticas de sus individuos. Sentencia que cuanto más cambian las cosas más permanecen igual. Todas sus ficciones lo develan, para sus narradores, nada es obvio por principio, y al hábil, alto y robusto lector sumergen en la duda. En la incertidumbre. Pues, si como humanidad en el Apartheid impúdicos aparatos estatales nos avergüenzan de un reciente pasado; hoy exponemos sutiles prótesis de autocensura, siervos de la parafernalia digital, como nunca jactanciosos del ingenio, de la inteligencia, de la certeza, de la razón. Pero también hoy sentencia Edgar Morín: “El hombre es ese animal loco cuya locura ha inventado la razón” Pero también hoy conjura: “Es necesario aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certezas”.  Es precisamente el filósofo francés quien propone siete saberes necesarios para la educación del futuro. Enfrentar las incertidumbres; Enseñar la condición humana; y Enseñar la ética del género humano. Estos tres se me ocurren pertinentes para subrayar la mirada necesaria e inteligente de la literatura sobre nuestras realidades. Como pertinente me parece situar el arte como vía heurística, ruta, camino. Interpretación crítica en un horizonte más amplio de significados de lectura de la realidad en la experiencia cotidiana, en los textos y en la interacción. La literatura viene a remover certezas, es aventura líquida, diría Bauman. Para Gabriela Mistral el libro es una aventura mental; un asno de Sancho; a la maestra chilena le parece un barco de Simbad.

Nosotros, lectores navegantes de brumosas incertidumbres bordeamos mares buscando tierra firme, puertos firmes, certezas transitorias, pactos con el azar. Pero ¿qué época no ha sido tempestuosa, qué mal recuerdo no lo es? parece preguntarse Alonso Aristizábal, escritor caldense quien encontrara puerto en Bogotá, ejerciendo la cátedra en  diversas facultades y escribiendo en medios, islas que le han granjeado amistades, sus amigos, los mismos que han sugerido la antología de relatos que tomaron un solo cuerpo y hoy se lanza como libro El mar de un siglo.  Que por ser una obra desafiante al nuevo lector, al que anhelamos, es cara al ethos de la universidad. Porque entonces aprender a abrazar la verdad, nos supone astutos galeotes en la adversidad, elogiar con Zuleta la dificultad sabiendo que no hay islas afortunadas, ni océanos de mermelada sagrada, ni países de cucaña, que sólo las Ítacas, los lestrigones, justifican enfrentar el horizonte y mirar sin temor a los ojos de las medusas. Un lector que,  ya puesto a prueba el músculo de su trabajo, con los sesos secos y lleno de la experiencia tras un viaje del que se vuelve transformado pueda maravillarse con la certeza que no hay una única respuesta para sus preguntas.
Por esto es la que más hace enfurecer a Ignacio que debería estar ahora encerrado en su cuarto leyendo como una forma de escapar a sus palabras. De él le molesta que compre tantos libros que ya no le caben en su cuarto y pronto van a inundar el corredor y el vestíbulo, para qué leer tanto, el que aprende mucho desafía a dios, y nadie puede saber tanto como Dios. Él callaba, no quería decirle nada porque más de una vez le había repetido que no discutía con animales. (25)

Aquí, el mirar, el leer es aupado, de tal suerte que la Palabra pugna con Dios. Afirma la muerte de lo divino como signo secular de la crisis  de la Modernidad. Reflexiona sobre el acto de leer. Pero desde el texto atravesado y animado por la ‘irrefrenable contestabilidad’ del lector.  De cómo el significante vive sólo cuando es leído. Como aventura, como viaje deviene entonces prudente distancia de la lectura y escritura como pilares tradicionales de la sociedad del conocimiento, la certeza y la información. Quien lee ya está escribiendo. ¿Tiene el autor de ficciones la libertad de elegir un lenguaje o la palabra lo elige?  Leer, escribir, como arte y oficio: la literatura instaura otro escenario interpretativo de actos vitales en el que suceden cosas. La palabra contenedora de mundos azuza nuestra laboriosa curiosidad. Enfrentar las incertidumbres. Se anidan, amalgaman y bullen los significados. Las futuras palabras que brotarán del trabajo tenaz, empecinado, apasionado, simultáneo al acto demiurgo del creador. El autor. Nietzsche (1962), precisamente uno de los autores literarios más representativos de la lengua alemana,  quien acuñó maneras de expresión de la tradición teutona para enfrentar la ceguera de su tiempo dice sobre la creación:
 (…)“todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de sentimiento de libertad, … La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. Parece en realidad, para recordar una frase de Zaratustra, como si las cosas mismas se acercasen y ofreciesen para símbolo (“Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los símbolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades” (107-108)  

Pero aquí me llama poderosamente la atención la alusión a la espalda del escritor. Al trabajo que soporta la creación. Leer, escribir, como artes y como oficios soportan la obra de nuestro autor y colega docente. Cada quien sopesará y apreciará en su justa medida estas breves historias. Alonso Aristizábal tiene ya una obra de cuatro décadas. Robusta. Porque escribir cuesta trabajo. Ya forjado el músculo por trajinar con los nudos de los signos, los sinuosos meandros de la palabra.  ¿Asistimos tal vez a la respuesta de las preguntas de Gabo en 1962 ¿Estamos en camino de una sensibilidad y manera de expresión nuevas?  ¿El mundo está pendiente de nuestra literatura? somos ahora honestos, estamos en camino. Atrás quedaron los timadores? ¿Hay condiciones para un escritor profesional? en La literatura colombiana: un fraude a la nación reiteraba el nobel a propósito de la salud y el vigor de nuestra literatura.
Alonso Aristizábal ha metaforizado símbolos, hecho un lenguaje, ha impregnado a su discurso un matiz propio. Un domeñar el  símbolo que cabalga. Signos forjados, dúctiles,  maleables como el agua. Llueven palabras como aguaceros, se hacen agua, pululan como los temas que no son pocos: el robo, la soledad, la memoria, el olvido, el amor, la desesperanza, la vida, el tiempo. El tiempo es el mar incesante, a veces apacible, las más, indomable. El mar es huracán del siglo que se acaba. El mar es agonía. Vida que agoniza. Comprensible y magistral resonancia del escritor español Jorge Manrique Nuestras vidas son los ríos que van a parar al mar, que es el morir, pero          para Aristizábal también navegamos por un vasto y ambiguo mar como memoria  necesaria contra el olvido de nuestras las tragedias ó bravo océano también necesaria  amnesia  que se devora los recuerdos: allí donde desembocan las penas. En ese sentido aparece la pregunta por el trasfondo de la vida pero también por lo inconsciente olvidado. O mejor, lo oculto cada vez renovado en las actuaciones exigidas pero enmascarado en la cotidianidad.       
Sí tradicionalmente la literatura colombiana hablaba de la gran violencia de la historia en los extensos territorios, ahora son otras las posturas. En Alonso Aristizabal aparece la violencia familiar, de la cotidianidad, del barrio-ciudad. El microcosmos en un lenguaje pocas veces registrado de la agresión y la violencia. Microdiscursos. Otra manera de acceder al  desplazamiento y la saga errante de colombianos, parias errantes en nuestra propia tierra. Su lienzo, la cotidianidad. Voces en contrapunto.  El lenguaje de uso habitual hecho juego literario. Así, ha creado sus propias expresiones y versiones de lo humanos que somos. Flexibilidad, belleza y fuerza de expresión. Con humor desparpajado, de barrio, de pueblo, pinta al óleo con nuestros colores nuestra propia risa: mueca vuelta múltiples signos. El agua de su mar refracta dramáticamente nuestro máximo gesto ante la adversidad.

En Un cuento de navidad, Scrooge, el sonámbulo personaje de Dickens, va y vuelve del sueño de la muerte; El fantasma de Canterville se divierte, juega, es tierno, pero aquí en los relatos de El mar de un siglo hay una versión particular de la muerte. Los personajes están en un limbo, ancianos, fantasmas o ángeles padecen la espera de un siglo que se hace larguísimo; padecen una  condena en Colombia en el barrio. Aquí el signo no existe a ultranza.  El  sentido aquí es otro, humor e imaginación se mezclan, muestra una realidad oculta y amarga que subyace a la idea morbosa de la muerte o de una vida en el más allá. Aristizabal hace su propia versión sofocante del infierno.  Pueblo chico, infierno grande. Su literatura es la del pueblo y sus decires, la del barrio que es un pueblo en la ciudad, tatuada por los ritos de la gente, evidencia de sus paliativos mitos. Lo insoportable que nos resulta la vida, leería Kundera. Cómo la asumimos vertiendo sobre ella cada vez nuevos sentidos. Agónicos pactos que exige la ávida disposición de nuestros anhelos, como sucede en el relato Ciertas miserias de la raza humana donde un edificio de alquiler sirve de trasfondo para toda suerte de ignominias soterradas en el ambiente familiar, aquí se exploran límites, detona en la imposibilidad de la convivencia una ética non sancta del género humano,  mórbida moralidad que se pega a todo nuestros actos y corroe el sentido común. En El canario de la casa de la esquina, el relato que cierra la serie, la oquedad del gesto y la palabra abren abismos entre los personajes que se aman. Una pareja padece su amor constreñida por la tradición que los signa.  El gesto dice a pesar nuestro.
La palabra, figurada y vertida en la metáfora nos define.  Alonso Aristizábal expone al sensible lector la frágil condición humana.  Al leer se actualiza lo experiencial. Desde allí leemos. Sentir y percibir desde la experiencia, volver sobre ella: indagar sobre lo que nos pasa al leer, dejarnos abordar, alcanzar. La literatura como ese indagar por la formación y transformación de lo que somos. Como esa pregunta pendular por la vida, como en el Renacimiento donde los vivos despiertan a los muertos, los resucitan, se empinaron sobre hombros de gigantes para llegar más alto. (...) En las montañas el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre: mas para ello requieres piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos. ( … ) Quien asciende  a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida.  He aprendido a andar, desde entonces me dedico a correr.  He aprendido a volar, desde entonces no quiero ser empujado para moverme de un sitio.  (... ) Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mi mismo por debajo de mí, ahora un dios baila por medio de mí. (75) Dirá Zaratustra.