martes, 7 de noviembre de 2006

Juan Malaver



“No escribir es una condena”


Este boyacense delgado, moreno y alto, reparte su tiempo entre clases universitarias, el cuidado de sus cuatro hijos, la construcción de una casa en el campo, su familia, sus estudiantes y la escritura. En su apariencia se nota su preocupación por los temas de la vida cotidiana. Es una persona seria, y aunque su físico muestre a un hombre duro, un tanto estresado y frío, su poesía devela a un Juan Malaver tierno, sensible, amoroso y con grandes inquietudes literarias.Como muchos escritores que no se han podido acostumbrar al desarrollo de la tecnología y la aparición de los computadores, Malaver escribe a mano “uno valora un espacio en blanco, me gusta esa costumbre de llenarlos a mano” dice, con los ojos clavados en las yemas de sus dedos uniendo las manos, como jugando con ellas.Malaver es Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital, Magíster en Literatura de la Universidad Javeriana y actualmente se desempeña como profesor del Departamento de Humanidades y Letras de la Universidad Central. Confiesa que se inclina más por la poesía que por la narrativa, y lo justifica diciendo: “la poesía permite ser uno mismo en un instante”, aunque aclara que trata de empatarla con la narrativa, pues considera que tiene la responsabilidad de no dejar de lado ninguno de los dos géneros.Dice que siempre tuvo claro el oficio de la escritura, pero escribe seriamente, como proyecto de vida desde hace 13 años; proyecto que le ha traído muchas satisfacciones: ganó el primer lugar en el Concurso de poesía Universidad Distrital en 1995, finalista en el Concurso de Poesía Universidad Externado de Colombia (1995), E igualmente por Colombia en el Concurso Internacional de Cuento “La Felguera” en España (1996). Obtuvo el primer puesto en el VII Concurso Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia (2001), entre otras distinciones. Con El octavo día, ganó el primer lugar en el Concurso de Poesía CEAB-ICBA (2001). Para Juan Antonio esos premios y distinciones son “impulso, energía, reconocimiento a una labor solitaria y tremendamente ardua”, dice.En la escritura, le interesa el tema de la soledad, la carne, la distancia, los ojos. A pesar de que no tiene disciplina para este oficio, cuando no lo ejerce, agrega que “es como una condena, porque hay un vacío de lo que no se hizo”.Producto de esa dedicación y sacrificio de tiempo con su familia, Malaver tiene listos un libro de cuentos de género negro, otro para niños, una colección de más de 30 cuentos para adultos y tres libros de poesía. Escribe –como él mismo dice- desde lo más tierno hasta lo más sórdido, por ese sentimiento de trascendencia que percibe de la literatura y con el que seguirá viviendo hasta que le llegue su Octavo día.
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El Octavo día:La firme espera de un poeta Malaver Rodríguez, Juan Antonio. El octavo día.Tunja: Consejo Editorial de Autores Boyacenses, 2001.



Por: Zulma Martínez PreciadoDocente del Departamento de Humanidades y Letras




Con Juan Malaver la palabra escrita deambula en paisajes inhóspitos de vida, miradas fantasmagóricas de jóvenes y viejos reticentes al olvido; naturalezas que dignifican sueños, incluso humanos placeres de un primer amor; viajes que describen el sentir de Odiseo, y mundos sobrenaturales (equiparables a los descritos por Juan Rulfo) que martillan la conciencia de quien frente a espejos y ventanas espera un octavo día.El mundo de tiempo en tiempo exige ser descrito y para ello escoge extasiar bajo la tormenta a hombres como Juan, ese "dadivoso niño moreno” que primero en el campo y luego en la ciudad construye cantos de esperanza, recuerdo y orfandad; mano de Adonis que traza lugares hechos música a partir del corazón, los ojos y la razón; por eso sus imágenes y metáforas llenas de belleza, crueldad y bondad son pensadas, añoradas y amadas.Y si el mundo exige ser narrado éste hijo "el cuarto de Olga y José Abel" lo muestra tal cual es: no importa si es de intrigas, de encrucijadas o de pequeños andantes quijotescos que luchan entre Vados diabólicos y Tópagas beatas, siempre conspirando ante cualquier barón que como Calvino almidona su blanca camisa, sinónimo de incorruptibilidad.¿No es acaso éste un homenaje a Ovidio, a Luis Alejandro o esa imagen que en In memoriam perdona el resentimiento del amigo Arturo? y ¿qué decir de la dedicatoria a ese gran poeta de la vida y del amor que en “El Saceño” pone todo su ser?A través de éste libro (Premio de Poesía CEAB en 1999) -que se impregna de campo, de ambientes espectrales, de recuerdos infantiles marcados por cansancios prematuros, de viajes y partidas, de calles empolvadas matizadas por el sol de los venados y de los sabores propios del silencio, la soledad y la muerte- puede vislumbrarse la propia imagen del poeta...un hombre de ojos "aparentemente huraños”, que en verdad albergan una infinita ternura, cuya sensibilidad terrígena, sinfonía de olores, colores y sonidos naturales se decanta en el ambiente citadino: en este mundo hecho de cercas, hecho de lenguas que aparentan. Sí el poeta es egoísta, sí, el poeta no compra amistad, él se da como la vida y juega a ser amado o despreciado para siempre.El octavo día no puede ser más, sino aquél en el cual nuestras mejores galas justifican sonrisas vencedoras de miserias y soledades que renunciaron a mendigar pedazos de besos hechos amor. Hoy San Gabriel deja el miedo peregrino; ya no es cuero, ni camino a la riqueza, está simplemente como templo arquitectónico donde la lírica esculpió recuerdos nostálgicos de aquel que lloró, rió y se embriagó.




miércoles, 1 de noviembre de 2006

Oscar Pantoja


Oscar Pantoja

“Primero la literatura y después el cine”

Oscar Pantoja considera que tanto el cine como la literatura son industrias y se dedica a ellas por completo. Estudió un semestre de cine y fotografía en Unitec y se retiró para aprender mientras trabajaba en post producción en varias programadoras.Escribe desde los 13 o 15 años, no percibía la literatura de una forma académica, sino más personal y en épocas de talleres de literatura gratis, tomó el de la Universidad Nacional, el del Externado, el de la Autónoma y el de la Central.En el cine, ganó el premio Nacional de cinematografía en la modalidad de mediometraje con El último cuento de Edgar Allan Poe en 1998. Ha trabajado en varias instituciones y Universidades en las asignaturas de video argumental, digital, documental, guión y adaptación de texto literario a la imagen.La escritura de El hijo le tomó un año, pero sólo hasta el 2001, luego de corregirlo y criticarlo, “su” hijo dio a luz, y lo presentó al Premio Nacional de Novela Inédita “Alejo Carpentier”, con el que ganó el primer puesto.En el mismo año, ganó en la categoría de cortometraje para internet el Premio Nacional de Cinematografía con el proyecto Un mal sueño, un cortometraje de un minuto y 13 segundos de duración.Pantoja tiene en su mesa de noche 5 o 6 novelas, y para sorpresa de muchos dice que “2 o 3 novelas han salido de una” y se queja que escribe “siempre, menos cuando tengo ganas”. Es partidario de los talleres literarios, porque la crítica es buena para un escritor.Sobre la educación del cine en Colombia, Pantoja lamenta que haya mucha gente varada por la misma superpoblación en los medios audiovisuales y las pocas posibilidades de trabajo. Considera que la parte teórica tiene un buen nivel, pero las falencias del cine están en el “cómo hacerlo”, es decir, en la técnica.En la actualidad lleva a cabo un Taller de Literatura con Nahum Montt (El eskimal y la mariposa) y considera que tiene más criterio ahora. Hace apenas 3 meses dice que es escritor, pero profesionalmente escribe desde hace 6 o 7 años.Le molesta que el cine se vea como una cuestión “de moda, de jet-set”, más que como un lenguaje audiovisual, tema al que hace hincapié sobre la necesidad ponerle más dedicación, el tema principal del cine es ver “cómo se cuenta” una historia.Actualmente está más dedicado a la literatura que a los proyectos de cine, realiza una conferencia de Cine y Guerra en Bibliotecas públicas, elabora –por encargo- un libro sobre el empleo y acaba de realizar el documental Joyeria Tumaco, Beca Nacional de Orfecbrería Min-Cultura 2004, mientras tiene a punto de parir una segunda novela en la que critica la decadencia, escenificada en la ciudad, a donde vino de Ipiales siendo muy niño, a mover las industrias.
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El Hijo, Oscar Pantoja, (2002) Ediciones Universidad CentralPor: Oscar GodoyDirector (e) Departamento de Humanidades y LetrasMás allá de la historia de venganza, maltrato y parricidio, lo primero que salta a la vista en el hijo de Oscar Pantoja, ganadora del segundo concurso de Novela Breve para Novelistas Inéditos Alejo Carpentier y editada por la Universidad Central, son esas frases cortas, directas, sin espacio para la digresión o para la pausa. Frases escuetas, sin adornos, que a pesar de su sorprendente economía son suficientes para delinear con claridad, para sólo referirme al fragmento que acabo de leer, un transcurso del tiempo, una historia personal e incluso un primer esbozo de la psiquis atormentada del protagonista.No hay casi en las 70 páginas de la obra un instante de reposo. El lector, desde estas primeras líneas, puede llegar a sentirse como si se enfrentara al primer descenso, el más vertiginoso, desde la cima de una enorme montaña rusa. Pero a diferencia de estos aparatos, diseñados para divertir mediante la dosificación del pánico, en ésta montaña rusa no hay ascensos cortos para recuperar el aliento, ni curvas panorámicas y suaves, ni caídas leves, ni un tranquilo lugar de destino, donde el sonriente operario y el frenazo final le ponen un término al tormento de la velocidad y el pánico. No. En esta montaña rusa verbal diseñada por Pantoja no hay más que una caída vertical, una sola y terrible sensación de vacío en el estómago, un solo pánico, un solo grito que por la fuerza del viento (del relato) resulta imposible dejar salir de la garganta.Tras la primera zambullida, y a la vista del abismo sin fondo que lo espera (del que cabe esperar cualquier cosa, por los indicios iniciales), el lector todavía tiene (a la vuelta de la segunda página) una oportunidad: aún es posible apretar la palanca de expulsión, abandonarse y dejarse mecer por el paracaídas, de regreso a la vida de todos los días, a las lecturas cómodas, a la seguridad de los lugares conocidos. No tiene mucho tiempo para ello. Si persiste en avanzar, o si definitivamente se considera uno de esos amantes de la emociones fuertes y de la adrenalina en su estado más puro, ya no será posible optar por la evacuación. Ya estará atrapado, indisolublemente, por el abismo. Ya no podrá despegar sus ojos. Ya no podrá parar hasta el inefable punto final, tras una eternidad de frases cortas, de diálogos cortantes, de escenas más o menos brutales, de reflexiones enfermizas.Porque hay un ritmo imposible de ignorar en esta obra, una inercia, una voz propia, un tono particular, despiadado, pero extrañamente envolvente. Reynaldo Monte, narrador y protagonista, es un hombre obsesionado. Lo obsesiona el odio hacia su padre, un oscuro mecánico de autos que cometió el acto irresponsable de arrojarlo en el mundo. Odio hacia su esposa Sandra, degradado por un creciente complejo de culpa y un cierto pánico ante la perspectiva de la separación. Y odio hacia sí mismo, hacia todo lo que es, solo contrastado por un rabioso, instintivo apego por la vida. El protagonista no piensa en nada más. No se distrae con el paisaje urbano, con las muchachas que caminan en la calle, ni siquiera con lo trancones del tráfico o con el cambiante clima de la ciudad. En su cabeza no hay espacio para nada distinto al odio reconcentrado.Reynaldo Monte es un personaje intenso, de la manera como lo jóvenes de hoy utilizan esa palabra. Nada escapa a su particular y mezquina percepción del mundo, a esa forma de captar detalles ínfimos y de encontrar significados siempre en contra suya, ofensivos e hirientes, en los gestos de los demás, aún en los más inocentes y tiernos. Nada es bueno, nada perdura, nada vale la pena. Aún el sexo es herramienta para transmitir desprecio.La pasión por el cine de Oscar se evidencia en la edición y el montaje entrecortado, rápido, de las distintas escenas, el narrador siempre habla en presente, frenéticamente, como si tuviera una cámara al hombro, inestable y capaz de crearle marea al espectador. Y para avanzar en el tiempo conservando ese manejo del presente, realiza cortes rápidos, saltos en la acción, pasos adelante que permiten ubicar a Reynaldo Monte en una situación determinada (escondido en un hotel, angustiado en una clínica, cerca del taller de su padre), desde la cual reconstruye y trata de interpretar –desde su muy particular punto de vista- los sucesos recién ocurridos, o narra lo que viene a continuación, con la frialdad de un médico forense, sin ocultar detalle.De la mano con ese ritmo, con esa velocidad y con la acertada utilización de los recursos nombrados, el lector no tiene más remedio que adentrarse en el abismo, en el relato de Reynaldo Monte, en el relato de unas pocas semanas de su vida, un período crucial pues constituye el momento en que alcanza sus límites, los rebasa e inicia la ruptura con todo aquello que odia tan visceralmente.Y cuando por fin aparece ante los ojos el espacio en blanco que indica la cercanía del final, o el final mismo de la brutal caída, es el momento para agarrarse muy fuerte del asiento y esperar el impacto. A estas alturas sólo habrá una seguridad: no es posible escapar ileso. Estrellado, maltrecho el lectores levantará entre los restos de la montaña rusa, preguntándose qué lo forzó a sostenerse allí a pesar de todo. Y la respuesta, una vez más, estará en ese vértigo, en esas frases desesperadas, que más de una vez encierran verdades esenciales para cualquiera de nosotros, y en ese pedido de auxilio que alcanza a escucharse detrás del complejo, obsesivo, contradictorio mundo interior del protagonista.¿Novela corta? Claro, no cabe duda que si puede leerse en muy pocas horas, y si no pasa de las 100 páginas, se ajusta a esa categoría. Y más aún en este caso, cuando la sensación de vacío obliga a leer más rápido, a devorar página tras página, espoleado por la morbosa curiosidad de saber hasta dónde será capaz de llegar el buen Reynaldo. . Pero la intensidad de la experiencia, la desoladora imagen que deja en la memoria, el excelente manejo de la narración y del ritmo, son elementos que cuestionen esa categorización. El hijo es una novela corta en extensión, claro, pero larga por las inquietantes huellas que marca la memoria..