jueves, 29 de septiembre de 2005

Javier Correa Correa


Novelista y cuentista colombiano, nacido en Barranquilla (Colombia), el 19 de mayo de 1959. Autor de las novelas "La mujer de los condenados" (primera finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá - 2001, publicada por la Editorial Universidad de Antioquia en noviembre de 2004) y "Si las paredes hablaran..." (Bogotá - 2003), así como de más de 50 cuentos cortos, como "Hacer el amor, otra vez", "El hijo", "Ácido úrico" (segundo en el Concurso Nacional de cuento breve Ciudad de Semana - 1997), "La casa de Nolvira", "Magia negra", "El elíxir de la vida", "El color de los pezones de mi madre" y "Sintonía" (ganador del Primer Concurso Radial de Cuento Breve, Bogotá, 2003). Autor de los ensayos "Alberto Lleras Camargo en Chía" y "Los muiscas del siglo XXI en Chía".

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EL MURO

No hubo testigos del fusilamiento. Los cadáveres de los tres muchachos fueron encontrados al día siguiente, recostados al viejo muro de la casa olvidada en ese solitario y nublado paraje. –Las paredes hablan –dijo alguien–. Podemos preguntarle al muro quién fue. El muro no contestó. Herido por una bala, su agonía había terminado siete minutos antes. (2003)

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POEMA SIN TÍTULO

No hay palabras
de la pluma brota sangre
en la mente se estancan
apocalípticos gritos de horror.
Un grano de arenaen el oasis
bañado de fuegoun juglar silencioso
y un beduino sin manto.
Todo concluyó
sólo empezóla guerra.

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LA FILA DEL CINE

Javier Correa era presuntuosamente insignificante. No por su estatura, que tampoco le permitía destacarse. Era por su cara avejentada que trataba de ocultar tras unos lentes entre claros y oscuros. Era por su indumentaria, que no alcanzaba a recordar sus idos quince años de edad: jeans desteñidos desde la fábrica, una cartera pequeña y brillante, unos zapatos de tacón alto, una blusa blanca con el botón superior suelto para mostrar unos senos generosos y en apariencia firmes todavía. Era por su voz que, ahora lo pienso, no recuerdo bien, pero que usaba para hacerse sentir. Era por ella misma y por el hombrecito pusilánime que colgaba de su sombra. De la sombra de ella. El sol no tardaría en ponerse y de todas maneras algunas nubes lo ocultaban un tanto. Unas veinte personas hacían fila para comprar las boletas. Él era como el diecinueve y ella, la veinte. Patricia y yo acabábamos de encontrarnos sin tener certeza de lo que haríamos.


Cuando me dirigía a la cita, crucé frente al teatro. Ya había visto una de las películas y la otra era promocionada por las distribuidoras. Le sugerí que entráramos. Cuando llegamos a nuestros turnos veintiuno y veintidós, en el extremo de la fila, no reparamos en la mujer. Hice un comentario acerca de la primera de las películas. –Ganó algún premio, pero no vale la pena. –¿La viste o leíste alguna reseña? –La vi. Fue cuando la mujer giró su espalda y me miró. –¿Me la recomienda? –No sé, es preferible que usted se forme su opinión. –Es que no pude evitar lo que dijo. ¿Vale la pena verla? –Sí, tiene algunos elementos interesantes, la música, por ejemplo.


Siguió dándole la espalda al tipo, unos veinte años menor que ella. Aferrado a un periódico mal doblado, me miró. –¿Es una historia de amor? –insistió ella. –Sí –dudé–. Tiene una historia de amor. –¿Pero es para mayores de edad? El tipo tragó saliva, pude oír el grito que se le atravesó en la garganta. Yo miré a Patricia, quise hacerle saber a la mujer que yo estaba acompañado. Que yo también estaba acompañado. Y pretendí hacerle –a Patricia– un breve resumen. –En realidad es una publicidad a los viñedos californianos. Le superponen dos historiecitas de amor, bien armadas, pero… -¿Ustedes cuál van a ver? Patricia quiso pasarme el brazo, después me dijo. –La otra. –¿Es mejor? Miré al tipo para que él dijera algo, pero se encogió de hombros, encostalado como estaba en un saquito de lana, de un color que no importa. Dobló otra vez el periódico. La fila siguió avanzando y el diecinueve y la veinte llegaron a la ventanilla. Él le cedió el turno y ella exhibió el billete. –Dos boletas. Le indicó a la cajera a cuál de las dos salas ingresaría. Ingresarían.


–Ah, se decidió por la primera –dijimos. No se despidió, ella, y nosotros juntamos nuestro dinero para pagar las boletas. La fila concluyó y estábamos frente a la registradora, donde el portero estiró la mano. –¿Ya empezó? –En cinco minutos. Cruzamos la calle rapidito, compramos dos cervezas que camuflamos en el fondo del bolso de Patricia y entonces sí entramos al teatro.


Cuando finalizó la película, no los volvimos a encontrar. (2005)